miércoles, 7 de enero de 2009

Cuentos con moraleja: el cuento de la inundación

Esta historia se cuenta en formato de chiste. Al menos así la escuché yo por primera vez y así la he despachado en alguna ocasión. Hace unos años, sin embargo, la encontré recogida en una antología de relatos tradicionales, “El círculo de los mentirosos” de Jean-Claude Carrière, que aparte de ser un afamado guionista cinematográfico ha tenido la costumbre de coleccionar relatos de todas las partes del mundo. Carrière asegura que esta historia, que él titula “La inundación”, es un relato de origen africano.

Los relatos orales pasan de boca en boca y van mutando. La esencia se mantiene, pero siempre hay cambios en los detalles, siempre hay elisiones por falta de memoria, siempre hay aportaciones particulares de cada uno de los narradores. Yo me voy a permitir el lujo de crear una nueva versión de esta historia, porque no voy a consultar la versión de Carrière ni probablemente voy a recordar exactamente la versión que me contaron en su día. Los cuentos populares son de todos y podemos recrearlos a nuestro antojo.

Hubo una tremenda inundación en un pueblo y la gente subió a los árboles más altos y a los tejados de las casas para no ahogarse. Un hombre muy religioso –al que, por ejemplo, podemos llamar Flanders- subió a la parte más alta del tejado de su casa y se puso a rezar. Siempre había sido muy devoto y esperaba que con sus plegarias Dios se apiadara de él en semejante trance.
Al rato se acercaron unos vecinos con una balsa hecha de troncos y le invitaron a subir, pero él declinó la invitación porque confiaba en Dios y pensaba que era imposible que le dejara morir.
Unas horas más tarde llegó una lancha motora de la Policía. Los agentes le gritaron con un megáfono que se acercara a la lancha para que pudieran rescatarlo. Flanders movió de forma enérgica la cabeza a un lado y a otro y les pidió que se marcharan. La policía intentó convencerlo durante unos minutos, pero finalmente tuvieron que desistir porque había otras personas a las que socorrer y no podían perder más tiempo.
Cuando Flanders empezaba a perder toda esperanza de que Dios propiciara su salvación de forma milagrosa, apareció un helicóptero de salvamento que le arrojó una escala para que pudiera agarrarse y subir al aparato. Flanders no podía creer que Dios le estuviera dando de lado después de toda una vida consagrada a la oración y a la práctica de todos sus mandamientos. El desánimo se apoderó del hombre y, una vez más, volvió a rechazar la ayuda. La vida no tenía ningún sentido si Dios no le demostraba que su esfuerzo por ser un buen hombre había servido para algo.
Finalmente el agua subió unos metros más, el hombre fue arrastrado por la corriente y murió ahogado.
Nada más llegar al cielo, visiblemente soliviantado, se encaró con Dios y le reprochó que le hubiera abandonado justo en el momento que más le necesitaba.
-No puedes echarme en cara una cosa así –se defendió el Ser Todopoderoso-. No después de haberte mandado una balsa, una lancha y un helicóptero.


De esta historia acierto a sacar dos conclusiones:

La primera, que siempre debemos buscar la solución de nuestros problemas poniendo de nuestra parte y con todo aquello que tengamos a mano, en lugar de esperar que venga del cielo por intervención divina o por arte de birlibirloque.

Y la segunda, que es posible que en muchas ocasiones juzguemos la realidad desde puntos de vista equivocados y que acusemos de nuestras desgracias a los que no tienen ninguna culpa. Puede que no esté bien responsabilizar a Dios de todo el mal que hay en el mundo. Eso, claro, siempre que aceptemos que Dios existe, que no es mi caso. Aunque los ateos recalcitrantes y los dubitativos agnósticos venimos a hacer algo parecido: le echamos la culpa al mundo, como si el mundo en sí pudiera tener algún tipo de responsabilidad moral sobre sí mismo. Hoy me apetece hacer de abogado del diablo y quiero partir del supuesto de que Dios existe para poder así defenderle. Supongo que de esta forma alegórica se entenderá mejor lo que quiero decir.

Si Dios existiera, deberíamos tener en cuenta la enseñanza de esta historia. No es justo que le hagamos responsable de todos los males del mundo (enfermedades, asesinatos, guerras...) cuando, en muchas ocasiones, si no en todas, también habría sido Él el que nos habría brindado los remedios para hacer frente a las adversidades y las herramientas para solucionar la mayoría de los problemas. Si Dios es el responsable de que haya enfermedades, también lo es de que haya medicinas. Si Dios ha inventado la guerra, también es cierto que gracias a Él existe la paz, y que además nos ha concedido la habilidad y el conocimiento necesarios para elaborar bebidas espirituosas con que celebrarla. Todo esto nos puede llevar a la siguiente conclusión: para todos los males del mundo debe de haber una solución, un antídoto, un remedio.

Y esto puede ser cierto, porque incluso para los mayores problemas que se me alcanzan existen soluciones. Por ejemplo, si alguien está verdaderamente desesperado o sufre mucho y no quiere seguir viviendo, ahí están las sogas, los pozos, los cuchillos y las pistolas, para que encima pueda elegir a la carta la forma de dimitir de la existencia. Si Dios existiera, por lo tanto, no deberíamos juzgarlo de forma tan severa. En el fondo sería un tío majete que nos habría concedido el don del libre albedrío para que pudiéramos elegir lo que quisiéramos en las situaciones más apuradas. Si quieres evitar un nacimiento no deseado, ahí tienes el aborto. Si quieres evadirte de la realidad, ahí tienes las drogas. Si quieres eliminar a un indeseable, ahí tienes las escopetas.

Todas las soluciones y alternativas que nos ofrece el mundo tienen que ser válidas. Porque si aceptamos el supuesto de que todas las cosas y seres fueron creados, tendremos que estar de acuerdo en que salieron de las manos del mismo alfarero, las prodigiosas manos del Creador –capaces de lo más maravilloso y de lo más abyecto-, unas manos que, de ser cierto eso que dicen de que nos hizo a su imagen y semejanza, tendrían que ser ni más ni menos como las nuestras.

2 comentarios:

Gonzalo Visedo dijo...

conocía el relato, pero no tus conclusiones, que me han parecido muy buenas... Aaaah, el libre albedrío... yo en mi juicio final particular hacia mi persona me imaginaba a Deu en vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas, con los pies encima de la mesa y vacilándome... el cabroncete.

Unknown dijo...

Que tipo de narrador posee la historia