viernes, 25 de marzo de 2011

La primavera trompetera

La primavera trompetera ya llegó y la verdad es que me siento maravillosamente bien.  Después de un invierno con distintas, sucesivas y fastidiosas afecciones, estaba deseando que subieran las temperaturas y llegara el buen tiempo. Por fortuna, alergias no padezco.
Tampoco me afectan mucho las alteraciones hormonales que desequilibran nuestra libido por estas fechas. Mi  vida sentimental y sexual fluye sin sobresaltos y eso me gusta. Me permite tener la mente despejada y puedo centrar toda mi atención en los libros, la música, las películas y las pocas cosas que de verdad merecen la pena.
Afortunadamente tengo trabajo. Sé que lo que he sembrado en el instituto en el que doy clases no va a brotar con fuerza y que la cosecha será pésima, pero me da igual. Contaba con ello. Normalmente voy a trabajar con muchas ganas y pocas esperanzas, casi como si realizara un acto poético.
La primavera también tiene sus cosas. Para empezar, la Semana Santa. Aunque desde que decidí ignorarla tampoco es algo que me atormente. Ni voy  a las iglesias ni paso por donde pasan los pasacalles, digo, las procesiones. Las cosas que no ves parece que no existen. Haced la prueba, por ejemplo, con algún incordioso visitante de vuestro muro en Facebook. Eliminadlo y veréis qué a gusto os quedáis. Unos días más tarde, cuando su recuerdo se vaya diluyendo en vuestra memoria, pensaréis que, como poco, se ha ido al exilio.
Me estoy volviendo un poco indolente, pero eso me alivia.  No hay por qué sufrir por tonterías. Me alegro, por ejemplo, de no ser del Real Madrid. Llevan unos años padeciendo una angustia poco envidiable. A mí el fútbol solo me hace sufrir por la quiniela, aunque poco, que siempre que la echo lo hago sin ninguna esperanza, casi por colaborar un poco con las arcas del Estado.
Para evitarme sobresaltos y preocupaciones baladíes tampoco voy a votar. No comulgo con ningún partido político, ni se me ha ocurrido nunca afiliarme a ninguno, ni mucho menos presentarme a unas elecciones. Que yo trabaje o no tampoco depende de que gobierne un partido u otro. No me quiero ni imaginar la desazón que tiene que sentir la gente cuyo puesto de trabajo depende de las papeletas que echa otra gente, las más de las veces un poco a lo tonto, en una urna.
No sabemos la suerte que tenemos de vivir en una zona con poca actividad sísmica. Sobre todo ahora que se ha llegado a la conclusión, empírica, de que las centrales nucleares son muy seguras hasta que llega un terremoto. De los japoneses solo envidio esa suerte de indolencia, que supera con creces a la mía, que les permite afrontar los reveses de la existencia con una pachorra admirable.
También tenemos que alegrarnos de no estar siendo invadidos por ninguna coalición de países para defender a ninguno de nuestros dos bandos, que, por suerte, lo del PP y el PSOE no pasa de pelea de gallos en hemiciclo. Es mucho mejor ser invasor y nosotros ahora tenemos la suerte de serlo. Es lo que tiene estar en el bando de los malos y los poderosos. Garantiza cierta estabilidad vital, aunque moralmente pueda resultar incómodo. Es lo que tiene la moral, que al final termina siendo un lastre inútil. Parafraseando a Sánchez Ferlosio: la única moral que se debería consentir es la del Alcoyano.

domingo, 13 de marzo de 2011

Show business

En la Edad Media tenían serios problemas para diferenciar la realidad de la ficción cuando se enfrentaban a un texto. Los historiadores de la época eran poco remilgados a la hora de seleccionar sus fuentes. Para pergeñar sus crónicas lo mismo les daba constatar la información que pudieran obtener de algún documento oficial que la de cualquier leyenda, mito o romance anónimo. Todo valía porque la palabra de un texto (oral o escrito) era dogma de fe.
Cervantes en El Quijote da cuenta de la confusión de los lectores de su tiempo a este respecto. A Cervantes las novelas de caballerías le parecían perniciosas porque, entre otras razones, muchos de sus seguidores (unos las leían, otros las escuchaban) creían tan reales a Amadís de Gaula o a Palmerín de Inglaterra como al Cid Campeador o a Fernán González. Las fantasiosas novelas de caballerías llegaron a estar prohibidas en el Nuevo Mundo porque los soldados que llegaban a América muchas veces creían descubrir en los frondosos bosques y los caudalosos ríos americanos los escenarios de los dislates de esas ficciones. Suponemos que muchos de los soldados que se inspiraban leyéndolas terminarían teniendo un comportamiento tan temerario que en ocasiones pondrían en peligro el éxito de las expediciones.
El libro era entonces un medio de difusión prestigioso, que solo las personas más ilustradas podían leer y crear. Por fuerza todo lo que esas personas escribieran tenía que ser, para una persona analfabeta o casi analfabeta, dogma de fe. Para ellos el libro era un medio erudito cuyo contenido tenía que ser verídico, aunque la realidad a todas luces lo desmintiera. En este caso el prestigio del medio predominaba por encima del mensaje que transmitía, le concedía un crédito añadido por el mero hecho de haber sido escrito con tinta, que era algo que solo unos pocos hombres doctos podían hacer. Marshall McLuhan dijo aquello de que el medio es el mensaje, constatando un hecho que se repite desde que los seres humanos pueden utilizar la palabra escrita.
La televisión de hoy estaría justo en las antípodas de esa sacralización que tuvo el libro en los siglos pasados. Y otra vez vuelve a funcionar el axioma de McLuhan: la televisión, el medio, prevalece  por encima de cualquier mensaje que pueda transmitirnos. Nosotros asociamos la televisión con el entretenimiento, el relax, la desconexión placentera de la realidad, el disfrute pasivo de la ficción audiovisual… Esto provoca que los telediarios, los reportajes de actualidad y los pretendidos debates serios que se emiten dejen en nosotros más o menos la misma impresión que una película, una serie, un concurso o un programa de cotilleo. Puro entretenimiento.
Los que deciden los contenidos de la televisión, siempre con la presión de conseguir altas cotas de audiencia, seleccionan los contenidos de la realidad con la misma vara de medir que se utiliza para los productos de ficción: si una serie no funciona, se deja de emitir; si una noticia deja de tener gancho, desaparece del telediario. En ambos casos los espectadores se quedan sin saber el final de las historias, y los que toman estas decisiones lo hacen con total desfachatez e impunidad.
Estuvimos muy pendientes de lo que sucedía en Túnez hasta que las revoluciones se contagiaron a Egipto. Cuando Mubarak dejó el Gobierno, Egipto dejó de ser interesante y le pasó el testigo a Gadafi, que ha perdido protagonismo tras los movimientos sísmicos que están devastando Japón. Si no pones de tu parte y no sigues la letra pequeña de los periódicos, la visión del mundo que te ofrecerá la televisión será parcelada, sesgada y simplificada. En toda simplificación se esconde siempre una mentira. En los pequeños detalles suelen estar las claves para entender todas las historias.
Sin embargo, lo preocupante de seguir la actualidad por televisión no es ese proceso de mixtificación y simplificación de los acontecimientos. Lo verdaderamente preocupante es la indiferencia con la que contemplamos los desastres mundiales: las guerras, las catástrofes naturales, las luchas por el poder de los que nos gobiernan, la corrupción de los partidos políticos… Todo es parte del show business. Y lo vemos con la misma indiferencia y falta de indignación con la que vemos el Gran Hermano. El telediario convierte la realidad del planeta en un reality a escala planetaria en el que tú y yo somos también concursantes.
Internet no es ninguna alternativa. Va por los mismos derroteros. Puede ofrecer más información, pero la forma de consumo es parecida. Internet es el lugar donde pasamos buenos ratos con nuestros amigos, donde seguimos todos los temas que nos entretienen (deportes, cine, música…), donde vemos vídeos divertidos o incluso disfrutamos de los programas de la televisión. Podría ser un instrumento de comunicación muy poderoso, pero el uso mayoritario que le damos es frívolo y lúdico.
Habrá quien piense que me equivoco, que ellos sí sufren y se implican y se preocupan por el mundo cuando ven en la televisión las catástrofes naturales, las guerras, los abusos de poder y las injusticias sociales. Lo que yo pienso es que solo unos pocos, muy pocos, de verdad se impresionan por estas imágenes y actúan en consecuencia. Hay gente, muy poca, que deja todo lo que tiene y se va a ayudar a países subdesarrollados o colabora con oenegés o hace algo que cree que puede servir para paliar el dolor del mundo. El resto, la mayoría, simplemente seguimos el documental fragmentado del planeta Tierra que llamamos telediario y no hacemos nada.
Si ahora mismo fuéramos a Japón, a alguna de las zonas devastadas por el terremoto o el tsunami, probablemente sí sentiríamos en toda su magnitud esta catástrofe. Nos conmoveríamos, nos echaríamos las manos a la cabeza y la mayoría nos ofreceríamos para ayudar en lo que hiciera falta. Lo que sentimos viendo esa misma catástrofe por la tele, si es que sentimos algo, está a años luz de lo que experimentaríamos si la cámara de vídeo dejara de ser nuestro intermediario con la realidad. No hace falta decir que si esa catástrofe la sufriéramos en nuestras propias carnes o le tocara  a alguno de nuestros amigos o familiares la impresión sería mucho mayor. Nos parecería indignante que algunas personas de los países ricos nos hicieran donativos de 10 euros cuando se van a gastar 100 en salir de copas una noche de sábado o más de 1.000 en ir a Disneylandia.
Preguntémonos qué parte de nuestro interés en las desgracias ajenas es humanitaria y qué parte simplemente se recrea en el morbo o busca en ellas una forma de pasar el rato.
Recuerdo que una de las frases que más repetimos cuando se estrellaron los aviones en las Torres Gemelas es que las imágenes parecían de una película. Eso me hace pensar que probablemente debería existir un medio de comunicación exclusivo para conocer la realidad sin que esta se convirtiera en espectáculo. Si encontráramos ese medio mucha gente se negaría a conocer la realidad y giraría asqueada la cabeza para evitar que el sufrimiento ajeno le afectara. La evolución del ser humano nos ha llevado a una nueva etapa, la del Homo Lúdicus, que en los estudios de antropología se caracterizará por buscar el hedonismo a toda costa y ser capaz de convertir casi todo lo que toca en entretenimiento. No lo estoy criticando. Tal vez sea otro de los recursos que la naturaleza nos ofrece para garantizar el futuro de nuestra especie.