miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cuentos con moraleja: El cuento de los dos sastres


Vuelvo a entresacar una historia de esa estupenda recopilación de relatos que hizo Jean-Claude Carrière y tituló El círculo de los mentirosos. Aunque ya sabéis que acomodo la historia a mis palabras y la recreo a mi antojo y arbitrio:

     Dos sastres judíos trabajaban de sol a sol en un pequeño y humilde taller de un barrio suburbial de Londres. Llevaban allí desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, aunque habían pasado ya más de dos décadas, todavía recordaban los tiempos en los que habían llevado una vida más próspera y sus negocios contaban con la clientela más selecta de Berlín.
    Ahora, sin embargo, se pasaban el día midiendo, cortando y cosiendo sin descanso y apenas les llegaba para malcomer. Llevaban tantos años trabajando juntos en soledad que poco les quedaba por contarse, pero el aburrimiento llegaba a veces a ser tan insoportable que se esforzaban por hablar de cualquier cosa. Puede que por esa razón aquel día uno de los sastres decidiera comenzar la conversación con una pregunta para la que ya conocía la respuesta de antemano:
    -¿Vas a ir de vacaciones a algún sitio este año?
    El otro tardó unos segundos en contestar, pero finalmente dijo:
    -No, qué va. Ya me fui de vacaciones el año pasado.
   El sastre que había hecho la pregunta se quedó pensando. No recordaba que su compañero se hubiera ido de vacaciones a ninguna parte. Ni el año pasado ni nunca desde que vivían en Londres. Ni siquiera que hubiera librado ningún día.
    -¿El año pasado? –preguntó escéptico.
    -Sí, el año pasado. Estuve quince días en el extranjero.
    -¿Y dónde fuiste?
    -A la India. ¿No te acuerdas? El príncipe de la India me invitó a ir con él a cazar el tigre de Bengala y acepté. Me sorprende que no lo recuerdes.
    -La verdad es que no –repuso intrigado el sastre, que dejó de trabajar para poder seguir la conversación con mayor atención-. ¿Y cómo fue? A ver si contándomelo me viene a la memoria.
    -Pues fue increíble –se lanzó el otro, que también dejó de coser para poder concentrarse en el relato de sus aventuras-. Me invitó a su palacio de Darjeeling y me ofreció todos los manjares y placeres de los que goza la realeza en la India. Al día siguiente nos levantamos temprano para ir a cazar el tigre de Bengala. Nuestros ojeadores cabalgaban a lomos de espléndidos caballos, pero para el príncipe y para mí habían reservado dos majestuosos elefantes con los que nos adentramos en la montaña. Cuando estábamos en la zona más solitaria de la cordillera, apareció un tigre tan grande que incluso los ojeadores más veteranos se sorprendieron. Los caballos se dieron a la fuga y mi elefante se asustó tanto que se encabritó y fui a dar con mis huesos en el suelo. De nada me sirvió que el príncipe me hubiera dejado su mejor escopeta. Se me escapó de las manos y no me dio tiempo a recuperarla. Antes de poder incorporarme, la bestia se abalanzó sobre mí y me devoró.
    -¿Te devoró, dices? –preguntó el otro sastre totalmente estupefacto.
  -Completamente. Tanto es así que los sirvientes del príncipe no pudieron recuperar ni un pedacito de mi cuerpo.
    El sastre que escuchaba la historia perdió de repente la compostura y le gritó:
    -¡Pero qué estupideces me estás contando! ¿Te piensas que soy idiota o qué? Ni te fuiste de vacaciones, ni has ido al extranjero desde hace por lo menos veinte años, ni en tu vida has conocido a un príncipe. ¡Ni mucho menos te pudo devorar un tigre de Bengala! ¡O es que no ves que estás vivo!
    El sastre que acababa de contar la delirante historia de sus vacaciones en la India no se alteró por los gritos de su compañero. Retomó la costura, empezó a coser y dijo:
    -¿A esto le llamas tú vida?

En vez de una moraleja, lo que se me ocurre en esta ocasión es una versión alternativa y actualizada de la historia. Podemos imaginar a dos amigos que han ido juntos a la cola del paro y esperan su turno. Uno de ellos le está contando al otro todas las penurias que está pasando para llegar a fin de mes, los pocos días que le quedan para que se le acabe el subsidio de desempleo, el miedo que tiene a no encontrar trabajo antes de que lo desahucien, la incertidumbre que siente sobre el futuro de sus hijos, la posibilidad de que tengan que ir a pedir ayuda a un banco de alimentos, la impotencia por no poder hacer más de lo que está haciendo… De pronto el otro le corta y le suelta:
    -Bueno, bueno, no será para tanto. Todo es relativo. Entiendo que estás en una situación desesperada, pero mucho peor fue lo del otro día y yo no me estoy quejando.
    -¿Lo del otro día? –pregunta extrañado y un poco molesto por la interrupción el que se estaba lamentando.
    -Sí, lo del 21 de diciembre. Cuando se acabó el mundo.
    -No sé qué me estás contando.
    -Sí, joder, que no quisimos creernos la profecía de los mayas y así nos pasó. Que no tomamos ninguna medida y cuando el asteroide se precipitó sobre la Tierra, una gran convulsión mucho mayor que cualquier terremoto que hubiéramos podido imaginar acabó con todos nosotros. La Tierra se empezó a resquebrajar por todas partes y los volcanes entraron en erupción. El que no se despeñó por alguna de las grietas murió abrasado por las llamas o por los ríos de lava que arrasaban la corteza terrestre. Y los que no acabaron despeñados o abrasados fueron engullidos por los terribles tsunamis que asolaron todas las zonas costeras.
    -¿Pero qué dices, colega? ¿El fin del mundo? ¡Pero si no pasó nada! Fue cosa de risa. Para hacer bromas y chistes nada más.
   -¿Chistes? Sí, menudo chiste. ¿A ti te parece un chiste lo que te acabo de contar? Créeme. El fin del mundo llegó el 21 de diciembre de 2012 y no quedó ni un bicho viviente sobre la faz de la Tierra.
    -Tú lo flipas, colega. ¿Es que no ves que el mundo está igual que antes y que la vida sigue?
    -¿Y tú le llamas vida a esta mierda de existencia que nos espera?

martes, 4 de diciembre de 2012

Mentideros


No me parece raro que cada vez haya más gente que se aleje del flujo fétido y podrido de la información y deje de ver el telediario y solo sintonice Kiss FM y nunca lea la prensa y abandone para siempre los mentideros virtuales. Hace tiempo que Facebook y Twitter arrastran en su corriente más mierda de la que muchas personas pueden soportar. Son demasiados gigas de infamia y de miseria, moral o económica, que no sé cuál es más dramática.

Los mentideros virtuales han dejado de ser ese locus amoenus donde tus amiguetes te contaban algún chascarrillo, o te enseñaban las fotos de su último viaje, o te mandaban una invitación para un concierto al que finalmente no ibas, o donde construías una granja, o echabas una partida al Bubble Island, o veías el último vídeo de algún grupo de moda, o rebotabas una foto de gatitos o perritos para que todo el mundo le diera al botón de Me gusta. Puede que todo eso siga ahí, pero trufado de un montón de noticias y mensajes que de forma constante e imparable van erosionando tu optimismo hasta llevarte a la indignación o, mucho peor, a la depresión: el desmantelamiento de la sanidad pública, la precariedad lacerante de la escuela pública, las amnistías fiscales para que los corruptos y los defraudadores blanqueen su dinero, los desahucios, los rescates a la banca responsable de los mismos, las hilarantes e innumerables promesas incumplidas de un Gobierno ineficaz que no deja de cruzar una a una todas las líneas rojas que prometió no rebasar, la desvergüenza de un partido socialista que dilapidó en cuestión de meses el poco crédito que la izquierda podía conservar a estas alturas, las gilipolleces de los nacionalistas periféricos y de los españolistas salvapatrias, el uso torticero e interesado de los medios de comunicación públicos para engañar a la población, las incontables manifestaciones de ciudadanos crispados que por una u otra razón tienen que salir a la calle cada día, las cargas policiales injustificadas, la impunidad de los agentes del orden que se extralimitan en sus funciones y pasan de servir y proteger a machacar y torturar, los execrables indultos para los pocos policías que son condenados por estos hechos, o los que adjudica el Gobierno para librar de la cárcel a esos empresarios amiguetes a los que todo su dinero y los mejores abogados no les valieron para burlar el celo del poder judicial, las desmesuradas tasas judiciales que dejarán indefensas a las clases medias y bajas, que también padecerán las restricciones en las leyes del aborto porque no tendrán dinero para irse a Londres como han hecho siempre las familias como Dios manda, la desvergüenza de un monarca que, indolente, se va a cazar elefantes mientras España naufraga en un mar de mierda, la ignominia de un sistema judicial incapaz de condenar a los miembros de la familia real implicados en casos de corrupción por el mero hecho de pertenecer a ella, la inmoralidad de una clase política que gasta nuestro dinero en pagarse jubilaciones inmerecidas y dietas desorbitadas y que luego tiene los santos cojones de llamar golpistas a los ciudadanos indignados que rodean el Congreso de forma pacífica, o de soltar que los jóvenes que se van de España para buscar trabajo en el extranjero lo hacen por su espíritu aventurero, o de decir que lo que tienen que hacer los españoles es ir a echar la papeleta en la urna cada cuatro años y luego estarse calladitos, o que gritan en el Congreso que se jodan los parados.

¿Necesitáis que siga con la retahíla? Porque hay más. Todavía no he hablado de Díaz Ferrán, el expresidente de la patronal que exigía a los trabajadores trabajar más y cobrar menos mientras él se dedicaba presuntamente a arruinar empresas y a lavar dinero negro, ni de los lavamanos de los políticos en escándalos palmarios como el del Madrid Arena, ni de las mentiras y salvajadas que escupen por la boca los fachas a sueldo del TDT Party. Y todo esto lo digo así un poco de memoria, que si hiciera un trabajo previo de documentación me saldría una saga de esas gordas con varios tomos de tapas duras.

Por todo esto es por lo que decía al principio que es normal que la gente recurra al ostracismo para huir de una realidad que les aterra. Más raro me parece a mí que algunos podamos soportarlo. Supongo que todo es tan grotesco y desmesurado que llega un momento en que ya te empieza a hacer gracia, siempre que lo que veas no sea a la policía viniendo a desahuciarte o a tu jefe intentando explicarte en qué consiste la nueva reforma laboral. El otro día veía un vídeo en El intermedio que recopilaba todas las promesas incumplidas de Rajoy y sus secuaces y no pude evitar que me diera la risa. Y es que parecía una parodia pensada por algún humorista para caricaturizar a la clase política. Lo terrible es que no lo era y que son nuestros gobernantes los que rellenan las horas de los programas de humor, que ya solo tienen que hacer el esfuerzo de poner una cámara y darle al rec.

Y los otros, los que apoyan al Gobierno, ¿cómo es posible que soporten todo esto? Me refiero a los que les votaron, les votan y les votarán. Supongo que lo de la derecha facha y eclesiástica es una cuestión de estupidez o simple miopía. Lo de los liberales neocón me temo que debe de ser ese cinismo que bien pueden cultivar los que nunca han tenido ni tendrán problemas para pagar las facturas.

¿Y en los otros mentideros, los que son cara a cara, de tú a tú, qué se dice? Porque ahí siguen, sin necesidad de muros ni de followers, en las barras de los bares y en los corrillos de fumadores a las puertas de los establecimientos públicos. Pues más o menos lo mismo, aunque quizá con un lenguaje más soez. Porque es verdad que los tacos y los insultos tienen mejor acomodo en la palabra hablada y que escritos suenan más gruesos y ofensivos. Por eso con la misma información, en esos foros, se llega un poco más lejos y se piensan soluciones más drásticas: habría que coger una escopeta y liarse a tiros, no entiendo que no salga la gente a la calle y arrase con todo, si habría que liarse la manta a la cabeza y ponerse a atracar bancos o montar un grupo terrorista y llevarse a unos pocos hijos de puta por delante… Y estas cosas no se escriben porque, como decía antes, lo que se escribe siempre suena más recio que en voz alta. Todavía no han dado con el emoticono para indicar que lo que dices lo dices en broma aunque lo pienses en serio.

Hasta ahora he escuchado decir estas salvajadas a probos ciudadanos, a tipos que, como yo, nunca han matado una mosca ni parece que vayan a matarla, a gente que busca en las palabras un alivio momentáneo a tanta frustración. Pero algunos emprendedores habrá por ahí con más arrestos o con mucho menos que perder que puedan llegar a conclusiones parecidas y que, como el bandido Fendetestas -que se hizo bandido porque se dio cuenta de que había un bosque sin ladrón y lo interpretó como si hubiera una vacante que ocupar-, decidan hacer suya la vacante del terror que nunca podrán ocupar los anonymous con su terrorismo virtual de pacotilla.

Puede que nada de todo esto ocurra y que el psicólogo Steven Pinker tenga razón cuando dice que formamos parte de la sociedad más pacífica de la historia, pero si sucede, yo al menos tendré muy claro quiénes son los malos y quiénes fueron los que empezaron.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Piso compartido


Durante muchos años compartí piso en Madrid. Fueron unos años de mucho trajín, especialmente en mi época de estudiante. Por una u otra razón siempre andaba cambiando de piso o de compañeros, algunos de ellos tan disparatados como entrañables.

Sin mitificar ni mixtificar el pasado, fueron tiempos muy divertidos. Pero no siempre y a todas horas. Después del cachondeo y las risas había que convivir y respetar el descanso o el trabajo de los otros, y había que pagar las facturas y el alquiler, y, especialmente, había que limpiar. Y cuando alguno no cumplía con sus obligaciones, la cosa dejaba de tener gracia.

Por eso en nuestro pequeño y a veces absurdo micromundo tuvo que entrar la ley y el orden en forma de correctivos y multas. Las más habituales eran las de limpieza. A veces tan laxas que hubo que cambiar la legislación en sucesivas reformas. Siempre para endurecerla, que había quien prefería pagar la multa a limpiar.

Con esos pequeños ajustes conseguíamos que las multas fueran efectivas y sirvieran para que cumpliéramos religiosamente con la limpieza semanal, que nunca hubo afán recaudatorio en nuestras penalizaciones. Eso por regla general. Algún compañero caradura tuve que se las ingenió para burlar las sanciones y no cumplir con su tarea. Por ejemplo, sustituyendo la limpieza semanal por una simulación en la que lo más normal era que la mierda terminara debajo de los sofás y de las alfombras.

Por culpa de uno de estos caraduras en una ocasión tuvimos que convocar el Consejo de Estado del piso, que ya se sabe que una puta jode a un pueblo entero. En aquel cónclave acordamos soluciones drásticas y castigos ejemplares para los reincidentes o para aquellos que hicieran al resto alguna putada de las gordas. A ver, no era lo mismo que alguien no limpiara y que en los bajos del sofá hubiera un universo paralelo con seres monstruosos e inquietantes que ir a llamar por teléfono y descubrir que nos lo habían cortado, y más si era porque el compañero que tenía que ir a pagar la factura se había gastado el dinero del teléfono en una fiesta loca de fin de semana. Putadas como esas merecían un castigo de dimensión inquisitorial.

El eslogan de la campaña que por entonces tenía la DGT en la televisión nos sirvió de inspiración: “Las imprudencias se pagan. Cada vez más”. Desde ese día quien hacía una “imprudencia” en perjuicio de la comunidad se arriesgaba a que se reuniera un consejo de guerra para juzgarle y condenarle de forma sumarísima. Otro día contaré las imaginativas condenas que tuvieron que padecer los que osaron sobrepasar las líneas rojas que acordamos entre todos.

Yo era de los que no solía saltarme las normas, con la excepción de algún que otro retraso sin mucha importancia en la limpieza semanal. Ya entonces era un tipo responsable, aunque no muy exigente. Tampoco creáis que andaba pasando el algodón como el mayordomo del anuncio y persiguiendo a mis compañeros de piso como si fueran mis siervos. Ni quería vivir en un palacio impoluto ni en una asquerosa pocilga. Resumiendo, que era poco exigente, pero de los que se mosqueaban si alguien no cumplía los mínimos.

Que te toque en suerte el rol de responsable en una comunidad es una putada, pero los que somos así normalmente no podemos evitarlo. Hasta que un día te hartas y lo mandas todo a hacer puñetas. Porque los que somos responsables no somos gilipollas y da mucho por culo ver cómo hay otros que no cumplen con las normas y viven tan ricamente, felices y despreocupados. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un pringado y piensas, joder, por qué tengo que estar yo preocupándome por todo y comiéndome la cabeza. A la mierda todo, a la mierda y que le den. Me cago en el día en el que se repartieron los papeles y me tocó el de policía, que no tengo yo por qué estar diciéndole a nadie lo que tiene que hacer.

Esto sucedió varias veces, pero recuerdo especialmente una. Uno por uno, todos los compañeros de piso, fuimos dejando de hacer nuestra parte de la limpieza semanal. Pues si este no limpia, yo paso. Pues que os den, yo tampoco limpio. Pues muy bien, a tomar por el puto culo.

Los suelos estaban tapizados de mierda y pelusillas. Una pátina de polvo cubría todos los objetos, con la excepción de los ceniceros, que apenas se veían debajo de las montañas de colillas. Sobre las baldosas del cuarto de baño una sustancia viscosa hacía que las zapatillas se pegaran en el suelo a cada paso. El inodoro, de un color indeterminado, desprendía un olor nauseabundo. Los churretones del espejo apenas te mostraban el trocito justo de cara para poder afeitarte. En las habitaciones, la ropa, los libros y los desechos de cualquier tipo estaban desperdigados por todas partes. Y tanta mierda se llegó a acumular en el suelo de la cocina que me planteé seriamente ararlo y sembrar unas patatas. Los cacharros colmaban el fregadero y solo recibían un chorro de agua de urgencia cuando había que usarlos y no quedaban otros por ensuciar. Las bolsas de basura, rodeadas de escuadrones de afortunadas moscas que al fin habían encontrado la tierra prometida, se amontonaban en un rincón sin que nadie quisiera ser el rajado que echara a perder nuestro prometedor e imparable complejo de Diógenes.

Aguantamos lo que pudimos en aquella insalubre situación. Y aunque durante unos días ver cómo se acumulaba la mierda nos hizo cierta gracia llegó un momento en el que no pudimos más. Así fue como, antes de que tuviéramos que llamar a alguna ONG para pedir que nos vacunaran contra la malaria y el tifus, volvimos a reunir el consejo de Estado.

Como nadie quería limpiar aquel estropicio porque todo el mundo culpaba a los demás de lo que había sucedido, decidimos jugarnos a las cartas la limpieza. Hicimos un campeonato de mus y afortunadamente hubo justicia y perdió el que había empezado con todo aquello. Pero no importa la solución coyuntural de aquel desastre, sino que después volvimos a retomar el orden y las multas, y comprendimos que estaba bien ser responsables en la parte que nos tocaba de nuestra pequeña sociedad, y que teníamos que esforzarnos para que aquello no volviera a suceder.

Se me viene a la cabeza todo esto porque veo cómo nuestra sociedad se va a la mierda y, a pesar del éxito de las manifestaciones de ayer, me doy cuenta de que muy poca gente se esfuerza para evitarlo.


Hasta hace poco participaba en todas las huelgas que se convocaban, pero ya me he cansado. Para mucha gente la de ayer ha sido su segunda huelga en los últimos años. En el sector de la educación de Castilla-La Mancha la de ayer era una huelga más que se sumaba a todas las que llevamos. Y reconozcámoslo, el seguimiento de las huelgas en mi comunidad autónoma es muy bajo, incluso en educación, un sector de los más castigados por los recortes. Nada tiene que ver lo que pasa en Toledo, que es donde vivo, con lo que pasa en Madrid o Barcelona, que son esos lugares donde pasan cosas que luego echan por la tele. Esa ha sido la razón de mi renuncia. Cada vez que hacía huelga y veía el poco seguimiento que tenía y que mis sacrificios eran inútiles por la inconsecuencia de mis compañeros, me frustraba, me cabreaba y me juraba a mí mismo que era la última vez. Y esta vez ha sido en serio. Que les den a todos. Si esto es lo que quieren, estupendo. Estoy harto de ser el responsable, sobre todo cuando hay muchos otros que tienen mucho más que perder que yo. Y si a ellos no les importa nada vivir en esta sociedad de mierda, a mí, sinceramente, tampoco.

A lo mejor solo es cuestión de dejar que la mierda se siga acumulando hasta que llegue un momento en que no podamos respirar. Entonces tendremos que hacer algo. Todos juntos. O al menos la gran mayoría.

Sé que esto suena a excusa por no haber hecho la huelga de ayer. Nada más lejos de mi propósito. No me siento obligado a justificarme ante los demás. He pensado en no escribir sobre esto en mi blog y he llegado a la conclusión de que no hacerlo sería como si me avergonzara de mi decisión. Y si otras veces he contado aquí mi participación en huelgas, creo que es justo hacerlo también en este caso.

La única pretensión de este post es explicar el hastío que me produce ver que somos siempre los mismos tontos los que vamos a las barricadas mientras los otros echan por tierra todos nuestros esfuerzos. Sé que ahora parece que soy yo el que está en el bando de los esquiroles, y es verdad, y de alguna forma me jode –no creáis que ayer me sentí a gusto trabajando-, pero en el otro bando, el de los idealistas, hace tiempo que me siento ridículo. ¿Que me estoy haciendo mayor? Eso sí es posible. No lo niego.

He publicado estos pensamientos a toro pasado porque no quería convencer a nadie de mi postura. Puede que no sea la mejor. Solo sé que es la mejor para mi estado de ánimo actual. Tampoco quería que Alicia, mi mujer, que no está nada de acuerdo con mi decisión de no hacer huelga, o mis amigos progres e idealistas, que son los más, me echaran la bronca por desmotivar a los huelguistas, que tienen todo mi respeto y mi admiración.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leaving La Mancha: Mi padre y la muerte


Pronto será el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre. Ha sido tiempo suficiente para que en mi cabeza haya dejado de ser una persona y se haya convertido poco a poco en personaje. Le odié y le quise a partes iguales, y a veces le tuve miedo, pero hoy sé que algunas de las cosas buenas que me quedan me las dejó él. Sobre todo dos: su sentido del humor y el desprecio que sentía por la muerte. Ambas cosas están relacionadas. No sé dónde leí una vez que el humorismo nace de reírnos de la muerte. También, añadiría yo, de reírse de uno mismo. Eso también me lo enseñó él.

Mi padre fumaba cada día cuatro o cinco paquetes de Celtas Cortos sin boquilla. Descarto la posibilidad de que intentara batir un récord porque no tengo constancia de que nunca se lo comunicara a los de los Guiness. Así que no me parece disparatado suponer que se estuvo suicidando lentamente. Su padre, mi abuelo, había muerto con 53 años por culpa del tabaco y sabía bien cuáles eran las consecuencias. A veces empezaba a toser y no podía parar. Eran unas toses convulsas, cavernosas, llenas de flema, de baba y de muerte, y cuando conseguía apaciguarlas, decía sonriendo: “Y yo la suerte que tengo, que sé de lo que me voy a morir”.

Puede que fumar –o no renunciar a hacerlo- fuera la única forma que le quedaba para expresar su rebeldía después de una vida triste que nunca le había dado nada. Ya entonces había muchas voces que clamaban en contra del tabaco y a mi padre nunca le gustó que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Si no se hubiera muerto hace veinte años, lo hubiera hecho el día que prohibieron fumar en los bares, que era donde pasaba la mayor parte del tiempo. Alguna vez algún muchacho me dijo que mi padre era un borracho porque se pasaba el día en el bar. Supongo que es algo que se lo habría escuchado a sus padres. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. Mi padre era prácticamente abstemio y en el bar solo bebía café con leche.

A mí padre le gustaba mucho hablar de la muerte. Cuando estaba de buenas era muy divertido. Contaba chistes, algunos de fantasmas y cementerios, y a veces hablaba, entre burlas y veras, de su propia muerte. Lo recuerdo explicándonos cómo le gustaría que fuera su entierro. Él hubiera querido que arrojaran su cadáver a los perros o a los lobos para que lo devoraran. Éramos pequeños y disfrutaba impresionándonos. Aquello además le daba pie para decirnos que él no pensaba que su cadáver tuviera ninguna importancia porque ya no sería él. Y un montón de carne sin vida para lo único que podía servir es para alimentar a otros animales y que el ciclo de la vida continuara su curso. Ahora sé que la idea se la robó a Diógenes, el filósofo cínico. Ya os conté alguna vez que le apasionaban los cínicos y, sobre todo, los estoicos: Epicteto, Marco Aurelio y Boecio fueron siempre sus lecturas de cabecera. Son lecturas muy recomendables para no tener miedo a la muerte.

También le hubiera gustado que lo enterráramos en alguna de sus tierras, en el campo, sobre la tierra, sin paredes de cemento ni cajas de roble. Para que se lo comieran a gusto los gusanos. Yo, que era pequeño y había visto eso en las películas, le decía que si él quería, lo haríamos. Entonces me explicaba que estaba prohibido, que solo se permitía enterrar cadáveres en los cementerios. Lo decía con disgusto porque, como me pasa a mí, no terminaba de entender muchas de las estúpidas normas que imponen las leyes de los hombres.

Así que, como las dos formas de deshacernos de su cadáver eran irrealizables, o al menos ilegales, terminaba aceptando que iría, como todos, a la carretera de Villacañas, que es donde está el cementerio de mi pueblo, y añadía que si queríamos hacer un entierro a su gusto solo teníamos que hacer una cosa: evitar que fuera católico, nada de misas ni de curas ni de rezos. Y si teníamos dinero, podíamos contratar a la banda de música para que acompañara al cortejo. Pero no quería ni réquiems ni marchas fúnebres. Prefería pasodobles y de los más alegres. Esto último lo decía por hacer la broma, que bien sabía él que la condición que ponía difícilmente se iba a dar: tener dinero.

Murió como había vivido: solo y rodeado de gente. Fue a Toledo a unas revisiones médicas y sufrió una especie de colapso que lo derribó en mitad de la calle. Creo que pasaba mucha gente, incluso una médica que pudo atenderle en el momento, aunque no sirvió de nada. Ingresó cadáver en el hospital, que estaba a tiro de piedra. Tenía cincuenta y dos años.

La forense que le hizo la autopsia nos dijo que había muerto por culpa del tabaco. Todos sus órganos estaban tan envejecidos como si fueran de un hombre de setenta u ochenta años. Yo creo que él sabía que se moría. No sabía que iba a ser aquella mañana de primavera en la que cayó fulminado en mitad de una calle de Toledo, pero sí de forma inminente. Eso explicaría que vendiera una tierra pocas semanas antes de su muerte en contra de nuestro consejo y sin ninguna razón aparente.

Los últimos años de la vida de mi padre habían sido un infierno. Los problemas mentales se le habían agravado y su vida se había convertido en un calvario. Nunca encontraron la medicación adecuada para estabilizarlo y dejarlo como era. Cuando murió, pensé que su entierro venía a hacer oficial la muerte que había sufrido un año antes, cuando lo ingresamos en el psiquiátrico y nos devolvieron a un hombre que parecía mi padre y, sin embargo, no lo era. Se notaba sobre todo porque el hombre que salió de allí no tenía ningún sentido del humor.

Cuando murió mi padre, yo tenía veintiún años y no me costó mucho esfuerzo convencer a mi madre y a mis hermanas para que hiciéramos el entierro como él hubiera querido, con banda de música y todo, porque por primera vez, y gracias a su previsión, había algo de dinero en mi casa.

Fue un entierro muy sonado, no sé si más por la banda de música que tocaba pasodobles o por no haber pasado por la iglesia. Muchos nos pusieron a parir por haberle hecho un entierro laico. Creo que no se recordaba otro igual. Ya sabéis, la mierda de los pueblos.

Puede ser que por todo esto a mí también me guste bromear con la posibilidad de una muerte prematura. Lo hago de vez en cuando y mi mujer se cabrea mucho. A mí, sin embargo, me alivia no tener muchas expectativas y paradójicamente me invita a disfrutar de la vida.

Me gustaría morir como murió mi padre. No con su misma edad, sino en sus mismas circunstancias. Creo que murió cuando su vida había dejado de tener sentido. Coincidió la decrepitud de su organismo con la pérdida de su cabeza y la falta de metas en su trayectoria vital. Lo mejor que le podía pasar era morirse y tuvo suerte.

Hoy algunos de mis paisanos, como cada año, nos estarán criticando porque la lápida de mi padre será de las pocas que no estará limpia. Tampoco verán bien que no haya ninguna flor sobre ella. Ya sabéis, la mierda de los pueblos. No se dan cuenta de que ahí no está mi padre y de que ni siquiera es esa la tumba que él quería.

domingo, 28 de octubre de 2012

Cuentos con moraleja: El cuento del Diluvio Universal


Mi amigo Rubén Bravo, que sabe los cuentos que me gustan para esta sección y que estudia la obra de Tono, me ha mandado un breve relato que menciona este autor en un artículo publicado en 1977. Lo cuento a mi manera:

     Hace muchos muchos siglos un hombre salió de su casa dispuesto a resolver unos asuntos que tenía pendientes. Nada más poner el pie en la calle se dio cuenta de que estaba empezando a llover. Pensó en volver a entrar dentro de la casa y coger un paraguas, pero decidió esperar un rato a que escampara refugiado bajo el alero del tejado.
     No sospechaba que acababa de empezar el Diluvio Universal.

La moraleja que sacaba Tono de esta historia es que así somos los españoles, que siempre estamos esperando a que deje de llover sin poder estar seguros de que eso vaya a suceder. La moraleja que saca mi amigo Rubén de todo esto es que nada cambia. Y que este cuento es hoy tan actual como lo era hace treinta y cinco años. No puedo estar más de acuerdo con los dos.

Con Tono, porque es verdad que mucha gente está esperando a que esto acabe pasado mañana y volvamos por arte de birlibirloque a la España de hace diez años. Muchos sueñan con la venida de la Segunda Burbuja Inmobiliaria como en otros tiempos se soñó con la vuelta del Mesías. Pero hay varios indicadores que apuntan a que estamos cambiando de ciclo. No son pocos los expertos en economía que auguran que esto no es una tormenta pasajera.

Y con Rubén también estoy en sintonía. Todo es lo mismo y es igual, y se repite y lo vivimos, con una ingenuidad conmovedora, como si fuera algo inédito. Durante varias décadas la palabra crisis no ha dejado de sonar en mis oídos. Incluso esos casi diez años que para mucha gente fueron de bonanza para mí no lo fueron: me fui de Madrid, en parte, por culpa de los desorbitados precios de la vivienda, me dediqué a estudiar oposiciones, trabajé en unos grandes almacenes y de profesor interino y nunca conseguí ahorrar nada, me metí en una hipoteca de por vida… Además nunca fui optimista porque nunca me creí que España se hubiera convertido en una gran potencia económica. Para los que leíamos la prensa y escuchábamos lo que se decía en los mentideros de Internet el final de la burbuja inmobiliaria era la crónica de una muerte anunciada. Desde el principio. Si es verdad que los dirigentes del PSOE pensaron que aquello podía durar, es que son totalmente gilipollas. Me creo más que apuraran los últimos cartuchos para que algunos terminaran de llenarse los bolsillos de billetes. Que aquello era un espejismo era un secreto a voces desde el día que empezó. Por eso no os extrañará que hace poco, ahora que me está dando por la poesía epigramática, necesitara un solo verso para escribir un poema con el título Crisis. Dice así: “Siempre son malos tiempos”.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Lectura en el Broadway


El Broadway ya es todo un referente musical en Toledo y ahora ha decidido apostar las noches de los jueves a la arriesgada baza de la cultura. Me han invitado a hacer una lectura el jueves 25 de octubre y voy a aprovechar para hacer algo especial. Invitaré a algunos amigos a que suban al escenario conmigo y haremos un repaso de mi trayectoria poética desde "Intimátum", que fue mi primera obra publicada, hasta los borradores inéditos en los que ahora trabajo. También presentaré un relato de un nuevo trabajo en prosa que espero que pronto vea la luz.

Broadway - Jazz & Rock Café - C/ Alfonso XII, 12 - Toledo
Jueves 25 de octubre a las 20.30 horas


domingo, 21 de octubre de 2012

Universos morales


El otro día, volviendo a ver “Balas sobre Broadway”, me puse a pensar en el relativismo moral. Fue por culpa de esa escena genial en la que el protagonista, un dramaturgo que dirige por fin una obra con un buen presupuesto, le cuenta a un amigo que tiene remordimientos por estar engañando a su novia con una actriz y este le dice: “Oye, la conciencia es un rollo burgués. Un artista crea su propio universo moral”. Y después de un pensamiento tan profundo añade un consejo impepinable: “Hay que hacer lo que hay que hacer”. Esta ética tan sólida no solo servirá para tranquilizar la conciencia del protagonista, sino también para que su amigo se aproveche de la situación y se acueste con su novia.

Este de los universos morales es un tema que siempre me ha apasionado. Es bien sabido que muchos ateos en el fondo somos unos moralistas. Tiene mucho sentido. Las religiones son cómodas. Te dan todo el trabajo hecho: unos cuantos mandamientos y ya tienes el mal y el bien perfectamente clasificado en dos cajones. Un chollo. Los ateos y los agnósticos, sin embargo, nos pasamos la vida reflexionando sobre la ética de nuestros comportamientos. De alguna forma intentamos justificar lo injustificable, esto es, que es mejor portarse bien que mal. Es un trabajo arduo porque, en plan cínico, lo mismo daría ser bueno que malo.

Y luego están los listos, que vienen a ser la mayoría de los que hoy se llaman creyentes, que respetan la religión solo para aquello que les conviene, que bien es sabido que muchos católicos que sacan sobresaliente en procesiones no llegan ni de lejos al aprobado en ayudar al prójimo y en otros dogmas que exigen mucho más sacrificio que pasar por la peluquería y vestirse de domingo para acarrear santos por las calles.

Ahí está la Cospedal, que se disfraza de beata de tiempos de Franco para ir a ver al papa o para asistir al Corpus toledano cuando todo el mundo sabe que en su vida privada no ha tenido nunca ningún problema en desobedecer los preceptos de la Iglesia: divorciada, madre soltera, segundas nupcias... Y eso que para la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana esos son pecados de los gordos. Por no hablar del poco amor al prójimo que demuestra en cada una de sus decisiones políticas. Es curioso que luego no deje de dar dinero a los colegios católicos concertados para que se eduque a la juventud en los dogmas que ella se pasa por donde amargan los pepinos. Y la pregunta es: ¿sufrirá esta mujer al darse cuenta de las terribles contradicciones en las que sustenta su vida? Lo dudo. Supongo que no le ha hecho falta ser artista para crear su propio universo moral.

A veces la gente se pregunta cómo personas que se dedican a putear a todo el mundo pueden dormir tan a gusto por las noches. Y he nombrado a la Cospedal por poner un ejemplo, que igual me hubiera valido cualquiera de los políticos que hoy ostentan un cargo importante en España, del PP o de los otros, que lo mismo me da que me da lo mismo. O algún banquero como Botín. O algún empresario como Amancio Ortega. O algún periodista como Pedro Jota. Estos tampoco son artistas y, sin embargo, gozan de un universo moral tan amplio y desahogado que probablemente hasta tienen sitio para justificar sus tropelías dándoselas de salvapatrias. Los salvapatrias son esos individuos que piensan que son ellos los que tienen que mandar porque los otros siempre lo harían mucho peor.

Lo que la clase media necesita para sobrevivir en este mundo de mierda que nos aguarda es seguir el ejemplo de todos estos próceres nacionales. Cómo me gustaría tener un universo moral tan extenso, vasto e inabarcable como el que tienen ellos para poder ser un sinvergüenza sin remordimientos y sin escrúpulos. Y no me dan envidia ni sus altos cargos ni sus millones de euros, sino la tranquilidad de conciencia con la que viven. Hay que dejar de una vez los psicólogos, los somníferos, las terapias orientales y el yoga, que son rollos de perdedores de clase media, y ampliar sin cortapisas nuestros universos morales. En el mundo que viene la moral va a ser un estorbo y es hora de empezar a soltar lastre.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Estímulos

La democracia es agotadora. A esa conclusión llegué el martes mientras me pateaba los alrededores del Congreso (muy alrededores, que al menos yo no lo pude ver ni de lejos). Y es que esto de ser democrático requiere mucha dedicación y esfuerzo: ve a votar, participa en asambleas, sal a manifestarte cuando estés en desacuerdo, haz huelga para protestar, infórmate, firma este manifiesto en contra de esto y de aquello… Supongo que para el que tenga vocación sindical o política esto tiene que ser como un abono para un parque de atracciones. Para el resto de los mortales es difícil de llevar. Sobre todo si trabajas y tienes que hacer la compra y limpiar la casa y llevar el gato al veterinario y llamar al fontanero y pasar la revisión de la ITV. Y no me quiero ni imaginar el trajín que tiene que suponer para los que además tienen hijos. A mí me supone un gran sacrificio solo por tener que renunciar a mi amado y sagrado tiempo libre.

Durante el curso pasado me fastidiaba mucho que los alumnos se tomaran los días de huelga como días festivos. Para mí eran un suplicio porque estaba de manifestaciones desde por la mañana hasta por la noche. Llegaba a casa como si viniera de correr una maratón.

Por eso algunas veces uno necesita un descanso. Y más en estos tiempos en los que las convocatorias de protesta se agolpan en el calendario como si fuera el camarote de los hermanos Marx. A veces te sientes tan cansado y echas tanto de menos tu rutina que te planteas seriamente dejarlo durante una buena temporada. Es entonces cuando llega, pongamos, la Cospedal y viene a decir que todos los que están de acuerdo con las convocatoria del 25S son unos golpistas. O cuando abre la boca Gallardón y dice que lo único que tiene que hacer un ciudadano de bien es echar la papeleta cada cuatro años y estarse calladito, aunque el Gobierno de turno esté incumpliendo una por una todas sus promesas electorales o esté dinamitando los servicios públicos o consintiendo que los bancos desahucien a miles de españoles que no encuentran trabajo. O cuando  Rajoy va a Estados Unidos a fumarse un puro y a decir que los buenos españoles son los que no se manifiestan. O cuando el ministro del Interior se atreve a decir que nos merecemos los palos porque estábamos en una manifestación ilegal. Esos y no otros son los estímulos que te empujan a salir de la apatía y el abatimiento, que te devuelven a las calles para luchar un día más por la democracia.

El martes por la noche regresaba a Toledo después de haber estado unas horas rodeando el Congreso y a punto estuve de dar la vuelta después de escuchar en la radio cómo un diputado del PP insinuaba que los que habíamos estado en esa convocatoria éramos poco menos que delincuentes, golpistas o terroristas.

Si a ese tipo de declaraciones sumamos la desproporcionada violencia con la que la policía actuó esa noche y la defensa a pies juntillas de su actuación por destacados miembros del Gobierno, ahí tenemos el estímulo suficiente para que miles de personas sacaran fuerzas de flaqueza y fueran otra vez al día siguiente a manifestarse a las (lejanas) puertas del Congreso.

Y es que el PP ha contribuido al afianzamiento de la democracia en nuestro país como ningún otro partido. Acordaos cómo consiguió movilizar a todo el electorado en 2004 para que ganara las elecciones Zapatero. Porque fueron ellos, intentando engañarnos para que pensáramos que había sido la ETA la que había puesto las bombas en los trenes, los que consiguieron que los indecisos renunciaran al asueto dominical y se acercaran a las urnas a depositar el voto como buenos demócratas. Todavía me acuerdo de cómo los chorros de sudor de Ángel Acebes, entonces ministro del Interior, le delataban cuando, pocas horas antes de las elecciones, intentaba convencernos contra toda lógica de que aquello no tenía nada que ver con el terrorismo yihadista, la foto de las Azores y la guerra de Irak.

Tampoco en las elecciones de 2008 nos permitieron relajarnos un poco, que mucha gente se hubiera quedado en su casa tan a gusto o tomando unas cañas en el bar antes que ir a votar. Pero no, ellos no lo consintieron. Se pasaron toda la primera legislatura de Zapatero crispando a los ciudadanos y consiguieron que hasta los votantes más remisos fueran a las urnas a concederle una nueva victoria.

Solo el PP es capaz de sacudirnos la apatía que nos insuflan los tediosos partidos de izquierdas. Solo el PP nos recuerda cada día lo importante que es la democracia y lo mucho que merece la pena luchar por ella.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Estado de excepción


Y si se acaba el pan, la cerveza y los goles
                        las vacaciones caras o el bono en el spa
empezarán las hostias

Cuando no quede pasta para ir a los bares
Nos embarguen el coche que compramos a plazos
O no nos dé el dinero para pagar la letra
                        del piso que siempre será del banco
Nos lloverán las hostias, hostias como panes
                        multiplicadas por algún dios perverso

Odiarás

Odiarás todo aquello que esté más allá de tu piel
de tu espacio vital
de tu fétido metro cuadrado

Nos posicionaremos
en diferentes bandos
Principalmente dos
los hijos de puta a cara descubierta
y los hijos de puta camuflados

Tantas hostias vendrán de todas partes
no sabremos de dónde
que todo dará igual

Estado de excepción será lo que tendremos
                        y habrá muchas más hostias
y esta vez con licencia

Podrás ser violento cuando todo esto ocurra
Podrás matar al prójimo si crees que es lo justo
                        o que tu vida inane merece esa experiencia
Podrás sodomizar a niños secuestrados
o violar muchachas que tropiecen contigo
Podrás hacer justicia en nombre de algún dios
o de alguna bandera infame y fratricida

Te habrán jodido tanto antes de eso
que ya todo estará justificado

De "Decoración de interiores" (Ed. Amargord, 2010)

viernes, 14 de septiembre de 2012

¡POESÍA A GRITOOOOOOS!


Antonio Díez me ha invitado a participar en este evento no sé si porque piensa que, por mi condición de manchego, hablo a voces. Yo, por mi parte, no me he podido resistir. Contribuiré a este festival de música y poesía recitando algunos poemas. Esta vez será algo especial porque subiré al escenario acompañado de Alicia Avilés e intentaremos hacer una lectura a dos bocas. Previsiblemente a gritos.


lunes, 10 de septiembre de 2012

Cuentos con moraleja: El cascabel y el gato

Tarde o temprano tenía que aparecer este cuento en esta sección. Ahí va mi particular versión:

Había en una casa una comuna de ratones que había llevado durante mucho tiempo una vida regalada y apacible. Se sabían todos los trucos para burlar la vigilancia de los dueños, saqueaban la despensa a placer y vivían a cuerpo de rey.
    Un día los dueños de la casa, hartos de la impunidad con la que la colonia ratonil cometía sus fechorías, buscaron un gato.
    No pudieron elegirlo mejor. El gato resultó ser un animal astuto y cruel que en pocos días diezmó la población de roedores.
    El ratón más viejo, que a su vez era el más sabio, sabía que por separado no podrían derrotar al gato. Por eso convocó una asamblea. 
    El primero que tomó la palabra fue el ratón sabio, que se subió a una caja de cerillas para utilizarla a modo de tribuna de oradores. Desde allí les dijo que ya que su pequeño tamaño les impedía enfrentarse a una bestia tan temible, tenían que buscar alguna argucia que les permitiera librarse de él.
    Después de un largo debate y de algunas propuestas disparatadas o suicidas, llegaron a la conclusión de que no serían capaces de asesinarlo. El ratón sabio les dijo que, en ese caso, tendrían que buscar la manera de tener siempre localizado al gato para poder asaltar la despensa cuando estuviera descuidado.
    Estuvieron otro buen rato discutiendo y proponiendo soluciones imposibles hasta que un ratón joven pidió permiso para subir a la tribuna:
    -Será tan fácil –dijo muy ufano- como ponerle un cascabel al gato. El cascabel nos avisará en todo momento de la presencia o la cercanía del gato.
    A todos los ratones les pareció una idea sublime y rompieron a aplaudir como locos. Era una idea tan genial y tan simple que no podían entender cómo a nadie de ellos se le había ocurrido antes.
    El ratón viejo y sabio que había hablado al principio subió de nuevo a la caja de cerillas e intentó calmar el guirigay ratonil para retomar el turno de palabra. Cuando después de un buen rato cesó la euforia y pudo hablar, les preguntó, no sin cierta ironía, quién sería el valiente que se encargaría de llevar a cabo tal proeza.
    -¿Será acaso el mismo joven que ha tenido la idea? –añadió.
    El aludido intentó eludir el compromiso diciendo que era justo que fuera otro. Él ya había contribuido a la solución del problema con su gran idea. Los otros ratones tampoco tuvieron muchos problemas para encontrar las excusas más variopintas. Es muy arriesgado. Yo ya estoy mayor. Soy joven e inexperto. El cuello del gato está muy alto. El gato escuchará el ruido del cascabel al acercarse. Nadie me ha dado un curso para poner cascabeles a los gatos. Por qué tengo que ser yo. Etcétera.
    Un par de horas más tarde se disolvió la asamblea sin llegar a ninguna conclusión. El ratón que había hecho la propuesta de ponerle un cascabel al gato recibió algunas felicitaciones más y muchos dijeron que estaría muy bien que alguien lo hiciera, pero todos se fueron sin tener intención de hacer nada.

Desde que a principios del mes de julio me enteré de que una plataforma ciudadana proponía rodear el Congreso de los Diputados el 25 de septiembre bajo el lema “Ocupa el Congreso”, estuve muy atento. Primero para saber quiénes estaban detrás de la propuesta y después para conocer cuáles eran sus pretensiones. Al principio todo me pareció genial. No soy el único que está esperando que pase algo, algo, no sé qué, que acabe con este proceso de degradación de nuestro sistema democrático. Por eso me sonó muy bien que fuéramos a sitiar el Congreso de forma indefinida hasta que dimitiera el Gobierno, se disolvieran las Cortes y se redactara una nueva constitución en la que se plantease un nuevo modelo político y económico para nuestro país.

Ahora mismo, sin embargo, me veo tan ridículo como los ratones que aplaudían a rabiar después de escuchar la infalible solución de ponerle un cascabel al gato.

Ojalá estuviera equivocado y esta convocatoria fuera todo un éxito. Pero veo improbable, por no decir imposible, que nuestra casta política se deje convencer por una acampada indefinida. Antes de llegar a algo así habría otros muchos recursos de los que echar mano y estoy seguro de que no escatimarían en antidisturbios, porrazos, pelotas de goma y juicios sumarios que llevarían a muchos manifestantes a la cárcel.

Tan disparatada veo ahora mismo esta convocatoria, o al menos sus pretensiones (otra cosa bien distinta sería que fuera una manifestación más), que, si me equivoco y triunfa, me comprometo a reescribir este cuento cambiándole el final. Quedaría algo así:

… Nadie me ha dado un curso para poner cascabeles a los gatos. Por qué tengo que ser yo. Etcétera.
Harto de escuchar excusas, el ratón joven e idealista subió de nuevo a la tribuna y les propuso el siguiente plan: rodearían al gato y no le dejarían escapar hasta que reconociera que se había portado mal con ellos y accediera a que le pusieran el cascabel.
Así lo hicieron. El gato, desbordado por los acontecimientos y sin saber cómo escapar, terminó agachando la cerviz y ofreciendo de forma sumisa su cuello a aquellos malditos roedores que con su ingenio habían conseguido derrotarle.
Desde ese día los ratones vivieron en paz y los dueños de la casa pudieron presumir de tener un gato con un cascabel muy mono.

martes, 28 de agosto de 2012

La vuelta al cole

Llamadme raro, pero a mí siempre me gustó la vuelta al cole. Me encantaba ir a la escuela. Allí estaban mis amigos. Allí sucedían cosas interesantes. Allí hablábamos de todo y ampliábamos nuestro mundo. Allí nos contaban historias sorprendentes y nos enseñaban a hacer esto y aquello. A mí me gustaba mucho aprender. Ni los gilipollas que hay en todos los colegios y que a veces me querían pegar a la salida, ni las lecciones soporíferas, que también las había, ni algunos maestros educados en el franquismo que todavía pegaban o insultaban a los alumnos consiguieron quitarme las ganas de ir a la escuela.

Y en el instituto me pasó otro tanto de lo mismo. Me gustaba ir a clase incluso para poder hacer novillos algunas veces. Los idiotas que pululaban por allí nunca me quitaron las ganas de empezar el curso, ni los malos profesores, ni las asignaturas que me fastidiaban, ni la puñetera selectividad. Llamadme empollón si queréis, pero a mí me gustaba ir al instituto. Y cuando terminaban las vacaciones de verano, más.

Muchos años más tarde, un buen día, pude volver al instituto como profesor. Recuerdo que me sentía pletórico por empezar otra vez un nuevo curso. Y ninguno de los años que llevo dando clase me ha importado que se acaben las vacaciones. Llamadme tonto si eso es lo que os parezco. Ni mi poca afición por madrugar, ni los alumnos más problemáticos, ni las generaciones más desmotivadas, ni las clases más conflictivas, ni los padres más beligerantes me han quitado nunca las ganas de impartir mis clases.

Y es ahora, después de casi diez años como docente, la primera vez que experimento un rechazo fuerte a la idea de volver a clase. Solo de pensar que faltan tan pocos días para volver de nuevo a las aulas me da mal rollo. Es la resaca del último curso, el recuerdo de las huelgas y las manifestaciones, de la angustia al ver cómo desaparecen recursos, cómo la precariedad económica a veces te escamotea hasta unas fotocopias, o te deja sin calefacción, o sin celo. Es la sensación de impotencia al darte cuenta de que están quitando apoyos a los alumnos con más necesidades, al ver las clases abarrotadas, al contemplar impotente cómo a miles de compañeros interinos los echan a la calle sin contemplaciones después de haber dedicado muchos años de su vida a la enseñanza.

Por todo esto y por lo que está por venir -temo que este curso será mucho peor que el anterior- es por lo que por primera vez en mi vida no tengo ganas de volver a clase. Lo que no consiguieron los gilipollas de la escuela, ni los asquerosos maestros franquistas que resistían en los años de la Transición, ni las asignaturas que detestaba, ni la selectividad, ni los alumnos problemáticos, ni las clases conflictivas, lo ha conseguido María Dolores de Cospedal en poco más de un año de gobierno y solo trabajando media jornada en Castilla-La Mancha, que Génova absorbe lo suyo. Gracias a ella puedo, por fin, hacerme una idea de lo que sienten esos compañeros que se dan de baja por depresión. De ella es todo el mérito. No era un reto sencillo desanimarme y ella, con y sin peineta, lo ha logrado. Pido un fuerte aplauso por esta esforzada gobernante que pronto podrá decir, a ciencia cierta, que la educación pública es una mierda y que hay que apostar por la privada. No se equivocará, que sus desvelos le está costando que sea así. Puede llamarme impertinente si le parece.